La Educación en la España actual
La Educación en la España del presente en marcha está marcada por la escolarización y alfabetización de prácticamente la mayoría de la población española. No obstante, la realidad educativa realmente existente es que hay un enorme fracaso escolar, disimulado por leyes educativas que sistemáticamente rebajan el nivel, exigiendo cada vez menos conocimientos y permitiendo la promoción de curso con cada vez más materias suspensas. Este fracaso escolar, que afecta a todos los niveles educativos, desde la educación primaria a la educación superior, pasando por la educación secundaria, se constata en que buena parte de los bachilleres y graduados no comprenden un texto (científico o literario) tras su lectura, no son capaces de escribir sin faltas de ortografía y carecen de una cultura general. Una degeneración que no sólo afecta a los alumnos, sino también a los maestros y profesores –cada vez peor formados- y, además, a los padres, que por lo general se han convertido en defensores a ultranza de sus hijos, que fiscalizan la labor de profesores y maestros.
Por si fuera poco, la educación privada y la educación concertada venden los títulos académicos, exactamente igual que la educación pública los regala. Como la educación pública ha dejado de funcionar como ascensor social, que elevaba a aquellos alumnos que demostraban su valía en los estudios con independencia de su extracción social, los futuros científicos, ingenieros, médicos o profesionales dependen, en muchos casos, del poder económico de sus padres para recibir una buena formación. Y esto por no mencionar el hecho de que en España no hay uno sino diecisiete sistemas educativos diferentes, cada uno con una prueba distinta de acceso a la Universidad, lo que provoca que los alumnos de aquellas comunidades autónomas que exigen menos terminen obteniendo mejores notas y copando las plazas más deseadas, vulnerando de este modo la igualdad de oportunidades. En suma, por no caer en el elitismo del esfuerzo y la inteligencia, se cae en un elitismo económico y regionalista.
Actualmente, la educación administrada viene marcada por la LOMLOE (Ley Orgánica de Modificación de la LOE, Ley Orgánica 3/2020 de 29 de Diciembre), una ley de la que emana una ideología con un perfume muy peculiar. Así, sus redactores reivindican en el preámbulo el compromiso con la Unión Europea, la UNESCO y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. En el desarrollo de la LOMLOE se defiende el ecofeminismo (que aparece como saber mínimo en Educación en Valores Cívicos y Éticos), la perspectiva de género (la primera competencia específica de la asignatura Dibujo Técnico I es “analizar, a lo largo de la historia, la relación entre las matemáticas y el dibujo geométrico valorando su importancia en diferentes campos como la arquitectura o la ingeniería, desde la perspectiva de género y la diversidad cultural”) y una suerte de cosmopolitismo globalista (el primer objetivo del Bachillerato es, según la normativa, “ejercer la ciudadanía democrática, desde una perspectiva global”, y la “competencia ciudadana” pide “el compromiso activo… con el logro de una ciudadanía mundial”).
En la legislación educativa reciente se constata una perspectiva sistemáticamente orillada: la de la nación política española. España es borrada, como lo es su lengua y su historia en ciertas comunidades autónomas. Pero no lo es, en cambio, Europa ni las diversas identidades nacionalistas fraccionarias (así, la segunda competencia de la materia Historia de España consiste en “reconocer y valorar la diversidad identitaria de nuestro país… para respetar los sentimientos de pertenencia, la existencia de identidades múltiples”). Por descontado, toda esta papilla ideológica se ve acompañada de la ponderación de las competencias socio-emocionales y de la competencia digital (“resolver ecuaciones mediante el uso de la tecnología”, en detrimento de hacerlo a mano, a fin de que la tecnología no se convierta en una caja negra).
En estas condiciones, hace ya dos años, el 23 de abril de 2022, tres profesores de enseñanza secundaria (José Sánchez Tortosa, Sergio Vicente Burguillo y yo mismo, Carlos M. Madrid Casado) lanzamos un manifiesto: Manifiesto en defensa de la Enseñanza como bien público (contra la LOMLOE y las leyes que la preceden) (puede leerse en https://filosofia.org/bol/not/bn084.htm). Este escrito fue suscrito, entre otras personalidades, por Gabriel Albiac, Félix de Azúa, Gustavo Bueno Sánchez, Antonio Diéguez, Luis Alberto de Cuenca, Arcadi Espada, Juan Pablo Fusi, Fernando García de Cortázar, Jon Juaristi, José María Marco, Javier Marías, Ricardo Moreno, Félix Ovejero, Xavier Pericay, Gabriel Tortella, Fernando Savater o Andrés Trapiello, así como suscitó la adhesión de más de 20000 firmas en change.org (https://www.change.org/p/manifiesto-en-defensa-de-la-ense%C3%B1anza-como-bien-p%C3%BAblico-contra-la-lomloe-y-precedentes).
Aparte de denunciar varios puntos que ya he explicado en el presente artículo, y reclamar que se escuche a los docentes en el diseño de las leyes educativas, los tres autores denunciábamos en el manifiesto el progresivo vaciamiento de contenidos que está sufriendo la enseñanza en España: “La evaluación debe ser por contenidos concretos de cada asignatura, pues la evaluación por competencias diluye los conocimientos concretos. No hay mayor adquisición de competencias que dominar con destreza los contenidos de cada asignatura”. La moda del “aprendizaje por competencias” equipara al alumno con un obrero cualificado, con un obrero competente. Ahora bien, competente… ¿para qué exactamente? Las competencias que han de adquirir los alumnos muchas veces son explicitadas al margen de los contenidos, lo que se traduce en un hacer sin saber.
Numerosos medios de comunicación (ABC, El Mundo, La Razón, etc.) dieron noticia del manifiesto. Incluso El País (https://elpais.com/educacion/2022-05-12/la-ideologia-del-esfuerzo-la-revuelta-meritocratica-de-las-elites-neoliberales-en-educacion.html) y Público (https://blogs.publico.es/otrasmiradas/59444/en-defensa-de-la-educacion-como-derecho-publico-y-bien-comun/) le dedicaron sendos artículos escritos por el pedagogo de la Universidad de León, Enrique Javier Díez Gutiérrez, en que nos tildó de neoliberales, reaccionarios y nostálgicos del lema “la letra con sangre entra”, como si los tres redactores del manifiesto hubiésemos vivido el franquismo y el nacionalcatolicismo. Pero lo más interesante es que don Enrique se lamentaba de que sus proponentes no tenían el Grado de Educación ni habían estudiado Pedagogía o Ciencias de la Educación, acusándonos de una suerte de competencia desleal (“zapatero, a tus zapatos” nos decía), a pesar de que los tres firmantes llevamos toda la vida en la trinchera de la educación secundaria (y no en la torre de marfil de una Universidad).
Por supuesto, en las respuestas que nos brindó el autor de Pedagogía antifascista, no podía faltar el mantra de que apenas había mujeres entre los firmantes principales del manifiesto o de que la mayoría eran de ultraderecha. En resumen, el manifiesto inmediatamente suscitó la acalorada respuesta de los nuevos sacerdotes, de la casta de los psicopedagogos, muchos de los cuales continuaron de este modo el sacerdocio, cambiando unos votos por otros, una vez colgadas las faldas que llevaban durante la Transición. Todas las disciplinas –las matemáticas, la lengua, la filosofía, etc.- deberían, a la manera que antaño lo hacían a la teología, subordinarse hoy a la sacrosanta pedagogía (ancilla paedagogiae). Como otrora el Padre Astete, don Enrique nos venía a decir con recobrada vocación catecumenal: “Doctores tiene la Santa Madre Pedagogía que sabrán responderos”. Amén.
Pero la Educación es una idea filosófica, que no se reduce a un concepto técnico o científico, exclusivo de las llamadas “Ciencias de la Educación” (Pedagogía y Didáctica, Psicología de la Educación, Sociología de la Educación, Neurociencia cognitiva, Educación guiada por la Evidencia, etc.), cuyos resultados, desde luego, hay que conocer, pero que no arrojan una visión unitaria y armónica, puesto que no hay una única ciencia de la educación sino muchas. De hecho, las investigaciones que evalúan la eficacia de las metodologías didácticas frecuentemente resultan poco concluyentes porque, en la práctica, estas dependen de múltiples variables y factores.
Es más, la expresión “pedagogía científica” es un oxímoron, un círculo cuadrado, porque su cientificidad está en entredicho. Cuando a la pedagogía le quitamos su carácter eminentemente práctico, así como su nervio filosófico (plasmado en que no hay una sino múltiples escuelas pedagógicas en polémica unas con otras), la cientificidad de la pedagogía se resuelve en un mero sombreado verbal: si ayer decíamos estándares de aprendizaje, criterios de calificación e indicadores de logro, hoy decimos competencias clave, competencias específicas y situaciones de aprendizaje. Las nuevas directrices terminológicas sepultan periódicamente a las anteriores. A esta nomenclatura cientificista se unen una serie de modas educativas cuya eficacia vendría probada científicamente: las metodologías lúdicas, la “gamificación”, el aprendizaje por tareas o proyectos, la clase invertida, el mostrenco bilingüismo… No obstante, conforme pasan los cursos, los propios “científicos de la educación” descubren lo que no podía saberse. Por ejemplo, que el aprendizaje basado en proyectos no arroja tan buenos resultados como la enseñanza directa cuando se trata de adquirir conocimientos básicos más que de aplicarlos, especialmente cuando el alumnado todavía no es capaz de organizar su propio aprendizaje, como sucede en la educación infantil, primaria y secundaria (y nos atreveríamos a añadir: y en los primeros cursos de la enseñanza universitaria). Por otro lado, que la clase o el aula invertida, donde los alumnos realizan en clase las actividades que tradicionalmente hacen fuera de ella (como hacer ejercicios prácticos) y viceversa (los alumnos buscarían las explicaciones teóricas en libros, vídeos, etc.), tampoco funciona cuando los alumnos carecen de los conocimientos básicos y, en especial, cuando se trata de materias científicas, como las matemáticas, la física o la química, que precisan de las explicaciones directas del profesor.
En general, las modas educativas se levantan contra los clásicos deberes, la ejercitación de la memoria y la realización de ejercicios rutinarios (el aprendizaje por competencias, hoy en boga, “pone el foco en la puesta en acción de las competencias frente a la memorización de conceptos o la reproducción rutinaria de procedimientos”), tan necesarios –mal que pese- para aprender tanto a tocar un instrumento musical como a saber hacer matemáticas. En efecto, las matemáticas, pongamos por caso, precisan de ejercitarse una y otra vez en la manipulación de sus ideogramas, y los alumnos no pueden descubrir por sí mismos contenidos que ha costado siglos cristalizar, como la resolución de ecuaciones o la trigonometría. No hay que ser muy listo para sospechar, como sabemos la mayoría de profesores que no hemos abandonado la pizarra, que los alumnos que hacen deberes en casa suelen obtener mejores resultados que los que no hacen deberes o los hacen únicamente en la academia o con la supervisión de un profesor particular.
Supuestamente, los pedagogos enseñarían a enseñar a los profesores, y los alumnos tendrían que aprender a aprender, lo que en esencia se resuelve en un hacer sin saber por unos y otros; porque, ¿quién enseña al que enseña a enseñar? No hay una ciencia que enseñe a enseñar, porque más bien se aprende a enseñar por imitación, así como por ensayo-error.
De forma colateral, el auge de la “pedagogía científica” ha comportado la extensión del psicologismo en las aulas, con la complicidad de políticos, profesores y padres: al alumno hay que motivarlo para que se divierta en clase y velar para que no se frustre, aunque ello conlleve exigirle cada vez un poco menos. (Por descontado, la labor de entretenimiento cumple una función: mientras los alumnos están entretenidos en el instituto, no están pegándose o drogándose en la calle.) Este encharcamiento subjetivo de nuestros alumnos se constata en la “educación emocional y afectivo-sexual” de que continuamente habla la LOMLOE. Se ha producido, por tanto, un giro copernicano: si antaño el profesor era el centro de la educación, hogaño lo es el alumno, un alumno al que el profesor ha de adaptarse, plegarse, olvidando que educar es enderezar la rama torcida (sin que esto signifique que al buen profesor no le importen las dificultades que puedan atravesar sus alumnos). La bondad natural del alumno se presupone fuera de duda, y el profesor debe ser, en la estela de Rousseau y los krausistas, antes un tutor que un preceptor o instructor. Pero el objeto de la educación no es el “disfrute del derecho a la educación” (sin perjuicio de que algunos alumnos terminen disfrutando de aprender con esfuerzo una cosa no sabida), como si de los colegios, institutos y facultades hubieran de salir clientes satisfechos al modo capitalista.
Concluyo. Entre las principales amenazas a la educación en España, se cuenta la casta de psicopedagogos. Lo que hace siglos fueron los sofistas o los curas son hoy los pedagogos, los “científicos de la educación”, maestros de una virtud que, en realidad, no puede enseñarse, y a los que habría que mantener a raya, junto a sus palmeros entre la clase política y el gremio de profesores cómplices.
No obstante, la educación administrada por estos nuevos sacerdotes tiene que tener alguna funcionalidad, aunque sea distáxica para la nación española, y es ser un opiáceo para los alumnos, para los futuros ciudadanos, convirtiéndoles, por un lado, en individuos flotantes enfangados en su mismidad emocional y, por otro lado, en consumidores satisfechos –de móviles, series, viajes o pastillas que regulen el volumen de sus ánimos- entregados a la búsqueda de la felicidad canalla, al margen de los vaivenes y las contradicciones que asuelan España y el mundo. De modo que a uno casi, y digo casi, le dan ganas de cantar con Pink Floyd aquello de El Muro de “No necesitamos educación” (We don´t need no education).